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Archivar para el mes “noviembre, 2015”

Los análisis térmicos de pirámides NO indican existencia de cámaras ocultas

Los análisis térmicos de pirámides NO indican existencia de cámaras ocultas

La difusividad térmica es tanto mayor, cuanto mayor es la conductividad térmica del material y tanto menor, cuanto mayores son la densidad o el calor específico del material. Dado que las rocas externas de la Gran Pirámide son todas calizas similares, posiblemente la conductividad térmica y el calor específico de los diferentes bloques serán casi iguales, con lo que la difusividad de cada roca va a depender esencialmente, y será inversamente proporcional, a la densidad. Es decir, los bloques más densos de la pirámide tienen menor difusividad y por tanto en ellos el calor se propaga de manera más lenta que en los menos densos. Dicho de manera más simple: A mayor densidad el enfriamiento es más lento y ese cuerpo conserva durante más tiempo el calor acumulado.

 

Por tanto, cuando una cámara de infrarrojos detecta diferencias de temperaturas de hasta 6ºC en algunas rocas de las pirámides, solamente nos está indicando que esas son las más densas, pero los ensayos de microgravimetría de la Universidad japonesa de Waseda ya demostraron, en la década de los ochenta, que en la Gran Pirámide hay multitud de bloques de diferente densidad y estas mediciones térmicas solamente confirman el mismo hecho y en ningún caso indican la presencia de pasadizos internos o cámaras secretas, como parece que se quiere hacer creer a la opinión pública según las recientes noticias aparecidas en la prensa.

 

Además estos ensayos térmicos, rápidos y baratos, solamente permiten analizar la distribución de densidades superficiales y no de la estructura interna de las pirámides, como así lo harían los de microgravimetría. Los últimos nos permitirían incluso saber cómo se construyeron cada una de las pirámides de Egipto y es lamentable que esa no haya sido la técnica elegida para llevar a cabo los análisis actuales.

 

Pero lo más curioso de estos estudios es que, en el hipotético caso de que todas las rocas analizadas tuvieran densidades muy similares y como la difusividad térmica del aire es muy superior a la de cualquier caliza, las que delatarían la posible presencia de cámaras o pasadizos ocultos serían las más frías y no las más calientes, que sorprendentemente son las que nos están mostrando en fotografías como la de arriba ¿Por qué? Porque esas rocas perderían su calor más rápidamente que las otras, al tener más superficie en contacto con el aire: El del exterior y el de la supuesta cámara interna.

 

Autor: Juan de la Torre Suárez

Lamoral Egmont, el héroe del Imperio español que fue ejecutado por el temido Gran Duque de Alba

Los últimos honores a los condes de Egmont y Horn, por Louis Gallat

Los últimos honores a los condes de Egmont y Horn, por Louis Gallat – Museo de Brooklyn

La vida de Lamoral Egmont tiene muchos elementos de héroe crepuscular. El noble flamenco representó el fin de una forma de hacer la guerra, aquella protagonizada por la caballería, y el ocaso de la Europa de las monarquías subordinadas a los nobles. Sin haber hecho nada diferente a lo que los nobles hacían con frecuencia en la Edad Media, Lamoral Egmont pagó con su vida haber desafiado a su primo Felipe II. Así, el 5 de junio de 1568, el Conde de Egmont fue decapitado en el Mercado de caballos de Bruselas ante los ojos de una multitud sollozante y las lágrimas de su propio verdugo, el temido Gran Duque de Alba, del que se dice que no pudo contenerse al ver a uno de los últimos caballeros medievales muerto de esa manera.

El Conde de Egmont nació el 18 de noviembre de 1522, aunque bien podría haberlo hecho cien o doscientos años antes. El noble flamenco, que sirvió en los ejércitos de Carlos I y más tarde en los de su hijo Felipe II, conservaba un concepto idealizado y medieval de la guerra, más propio de las novelas de caballería que de los tiempos de la pólvora y los asedios interminables. Aquella idea caduca por poco le costó una grave derrota al Imperio español. En la batalla de Gravelinas (1558), Egmont venció a las tropas francesas empleando una táctica plagada de riesgos. Tras el contraataque francés que siguió a la batalla de San Quintín, las tropas galas creyeron oportuno regresar sobre sus pasos, planeando conquistar de camino Gravelinas, probablementeal estimar que se habían alejado demasiado de su línea de abastecimiento. En una decisión más propia de un caballero andante que de un general, el Conde de Egmont abandonó los bagajes y las máquinas de guerra para cortar a tiempo el paso francés. Pero, aunque la caballería encabezada por Egmont acabó estrellándose a causa de la maniobra, la intervención de la disciplinada infantería española logró reconducir la situación.

Retrato de Lamoral EgmontRetrato de Lamoral Egmont

«El día es nuestro», se permitió gritar Egmont cuando reorganizó su fuerza de jinetes. La victoria de las Gravelinas reportó grandes recompensas a Egmont. A pesar de su temeraria estrategia, su capacidad de rehacerse le otorgó la infinita gratitud del Rey. No obstante, la primera reacción de Felipe II fue la de reprender al flamenco en sus cartas, pues había entablado combate sin su consentimiento ni el del mando superior, el Duque de Saboya. De perder la batalla, el Imperio español hubiera quedado gravemente herido y con gran probabilidad habría perdido Flandes. Por el contrario, la brillante locura de Egmont había cambiado definitivamente el curso de la guerra y el Rey Enrique II de Francia –sin opciones de oponerse– ofreció un generoso acuerdo a los españoles en la Paz de Cateau-Cambrésis. Egmont se convirtió de golpe en uno de los grandes héroes del Imperio español.

Egmont, el representante de la agitada nobleza

El Rey recompensó a Egmont con el cargo de estatúder de Flandes y Artois, en 1559, lo que le situó como uno de los más poderosos nobles de un país al borde de estallar en protestas religiosas. La postura de Egmont, como la de Felipe de Montmorency, Conde de Hornes, en las encendidas peticiones a Felipe II para que rebajara la persecución religiosa sigue siendo motivo de polémica. Desde el principio ambos nobles se alinearon –sin alcanzar la virulencia de Guillermo de Orange– en contra de la implantación de la Inquisición en los Países Bajos y contra el que consideraban máximo instigador de dicha medida, el Cardenal Granvela, obispo de Arrás. En 1560, Egmont y Orange renunciaron a sus cargos en el Ejercito Imperial y exigieron la salida del país de los soldados de nacionalidad española como medida de protesta.

Sin excederse en sus quejas, Lamoral Egmont viajó en representación de la nobleza local hasta España para explicar su postura. En 1565, Felipe II le recibió en Madrid y fingió escuchar su petición por un cambio en la política religiosa en los Países Bajos. En resumen, se limitaron a entretenerle durante meses con falsas promesas y hacerle creer que sus gestiones estaban dando resultado. A su regreso a Flandes, el noble vendió las negociaciones con el Rey como fructíferas. Sin embargo, poco había logrado, salvo advertir al Monarca de que los tenidos por moderados incurrían en posturas inadmisibles desde su punto de vista.

Retrato del Gran Duque de AlbaRetrato del Gran Duque de Alba

Al frente de un gran ejército, el Duque de Alba se desplazó en 1567 a los Países Bajos con instrucciones muy claras, entre ellas, la orden de ejecutar a los tres líderes más visibles de la rebelión. Como caballero de la Orden del Toisón de Oro solo podía ser juzgado por el Gran Maestre de esa Órden, es decir, por Felipe II. Mientras Guillermo de Orange huía hacia Alemania al menor rumor de la llegada de tropas españolas, Egmont y el Conde de Hornes no mostraron ningún temor e incluso fueron a recibir al veterano general. El Duque de Alba era hombre severo e inquebrantable, pero siempre había mostrado deferencia en el trato con hombres de armas. Egmont era uno de aquellos, casi un monumento militar, y el noble castellano profesaba gran admiración por el conde a pesar de la caduca ideología militar que representaba.

Con todo, las primeras palabras del castellano, producto de su humor amargo o tal vez del largo viaje, han pasado a la historia de lo macabro: «Veis aquí un gran hereje». Fernando Álvarez de Toledo consiguió pasar aquellas palabras por una broma, simplemente, poco adecuada, pero en secreto aguardaba poner en marcha cuanto antes las órdenes del Rey. El Duque de Alba y Felipe II no guardaban dudas de la culpabilidad de ambos y se habían referido numerosas veces en términos gruesos a las misivas que llegaban de Egmont, Hornes y Guillermo de Orange a la corte española: «Siempre que veo las cartas de esos tres señores, me ahoga la cólera en términos que, si no me esforzara en reprimirla, creo que mi opinión parecería a Su Majestad la de un hombre frenético». Así, el 9 de septiembre de 1567 invitó a Egmont y Hornes a un banquete en nombre del hijo de Alba, el Prior Hernando, que terminó con el capitán español Sancho Dávila deteniendo a los dos nobles católicos. Ambos fueron encarcelados en celdas separadas.

«Esos hombres eran inocentes»

Ante la noticia del arresto, Margarita de Austria, que aún ostentaba el título de Gobernadora de Flandes, protestó al considerar que «esos hombres eran inocentes de cualquier cargo». Su dimisión, aceptada e instigada por Felipe II, dejaba vía libre al Duque de Alba para ejecutar la totalidad de su plan. Durante las investigaciones posteriores, el duque encontró cartas incriminatorias entre la correspondencia de Egmont y ordenó su ejecución pública en el Mercado de caballos de Bruselas.

Dicen que los ojos del gélido duque derramaron lágrimas de pesar cuando contemplaba la ejecución de Egmont desde su posición más alejada. Algunos, como el historiador Henry Kamen, han llegado a asegurar que hombres afines al Duque de Alba advirtieron al flamenco el día antes de su apresamiento de lo que iba a ocurrir –supuestamente, con el consentimiento del noble castellano- y que éste decidió no huir creyendo que el Imperio español no incurriría en tan grave traición. De ser cierta esta teoría, la ingenuidad de Egmont resulta conmovedora y vuelve a demostrar hasta que punto se equivocó de siglo.

Grabado de la muerte de Egmont y del conde de HornesGrabado de la muerte de Egmont y del conde de Hornes

En otra muestra de que incluso Alba dudó de que la ejecución hubiera sido lo más acertado, el castellano escribió semanas después del arresto una persuasiva carta al Rey pidiendo seguridad económica para la viuda de Egmont: «Siento gran compasión por la Condesa de Egmont y la pobre gente que deja. Ruego a Vuestra Majestad que se apiade de ellos y les haga una merced con la cual puedan sustentarse, pues con la dote de la condesa no tienen suficiente para alimentarse un año, y Vuestra Majestad me perdonará por dar mi opinión antes de que se me ordene hacerlo. La condesa es aquí considerada como una santa, y es cierto que desde que su marido fue encarcelado ha habido pocas noches en que ella y sus hijas no hayan salido tapadas y descalzas a visitar muchos lugares de devoción de esta ciudad, y antes de ahora tenían una buena fama».

En términos políticos, la ejecución de Lamoral Egmont fue una decisión funesta. Enardeció los ánimos de la población moderada y puso sobre la mesa el cómo se gastaban las gratitudes españolas. Por mucho que hubiera levantado la voz, el noble católico no alcanzaba el grado de rebelde, ni de traidor, ni mucho menos de hereje. Ante un conflicto militar abierto se antojaba rocambolesco que Egmont se hubiera alzado del lado de los calvinistas. Felipe II, además, debió advertir que la guerra en los Países Bajos iba a requerir concesiones para captar a los católicos moderados como Egmont. De hecho, el error provocó que hasta muchos años después los nobles católicos no se convencieran de que, efectivamente, el enemigo no era el Rey español.

Hubo que esperar a la etapa de Alejandro Farnesio como gobernador de Flandes para encontrar a valones sirviendo diligentemente al Imperio Español contra la auténtico hidra de las mil cabezas, Holanda. Para entonces, no en vano, Egmont ya estaba camino de elevarse en mártir y padre sentimental de la patria belga, así como en protagonista de una famosa obra teatral de Goethe y de otras composiciones artísticas que resaltan lo estoico de su figura.

Fuente: Historia ABC

La batalla olvidada de Cutanda, donde Alfonso «El Batallador» frenó a los musulmanes más extremistas

Antes de la llegada de los fanáticos Almohades a la Península ibérica –cuyo expansión fue frenada en la celebrísima batalla de Navas de Tolosa (1212)–, los territorios cristianos habían padecido otra oleada de extremistas del Islam un siglo antes, los almorávides. El Imperio almorávide estaba vertebrado por unos monjes-soldado procedentes de grupos nómadas del Sáhara, que abrazaron una interpretación rigorista del Islam y consiguieron trasladar su guerra santa al otro lado del Mediterráneo en el siglo XI. Viéndose cada vez más acorralados por los reinos cristianos, que en 1085 tomaron Toledo, los musulmanes andalusíes decidieron pedir auxilio a los curtidos guerreros almorávides, bajo el mando de su jefe Yusuf ibn Tasufin. Aquella decisión fue la perdición de los andalusíes moderados, y supuso para los cristianos un nuevo derrumbe de sus fronteras.

Alfonso VI de León fue derrotado en la batalla de Sagrajas, cerca de Badajoz, el 23 de octubre de 1086, a manos de ese grupo de fanáticos que vestían con piel de oveja y se alimentaba con dátiles y leche de cabra como los legendarios fundadores del Islam. Después de esta batalla, los almorávides se alzaron como dueños y señores del sur de la Península, obligando de nuevo a los cristianos a asumir una posición defensiva. En 1094, la conquista de Valencia por el Cid Campeador dio un respiro a los territorios próximos a lo que hoy es Aragón, pero la muerte de éste provocó que en 1102 numerosas plazas pasaran de golpe al dominio islámico. La amenaza se cernía de nuevo sobre toda la franja mediterránea.

El reino taifa de Zaragoza se subordinó a los líderes almorávides cuando vio comprometidas sus tierras por el rey aragonés Alfonso «El Batallador», en un pacto con el diablo parecido al que ya hiciera el sevillano al-Mutamid tras la caída de Toledo. En 1110, los almorávides entraron en Zaragoza en medio de los vítores de buena parte de la población para tomar control de la ciudad. No en vano, en una demostración de que la expansión de los recién llegados perjudican tanto a los cristianos como a los musulmanes moderados, Abd Al-Malik Imad Al-Dawla («Pilar de la dinastía»), el último rey de la Taifa de Zaragoza, se replegó al castillo de Rueda de Jalón, donde se declaró vasallo del monarca Alfonso I de Aragón. Solo el rey guerrero parecía capaz de interponerse entre los musulmanes más extremistas y los territorios cristianos.

 Alfonso «el Batallador» impone su genio

La leyenda del aragonés afirma que venció a los musulmanes en más de 100 batallas, siendo la principal baza cristiana contra los almorávides. Tras arrebatarles Zaragoza en una suerte de cruzada, Alfonso I tomó Tudela, Tarazona y otras poblaciones de los valles del Ebro, Huesca y Jalón. Frente al avance cristiano, el emir Ali b Yusuf encargó a su hermano, Ibn Tayast, poner en marcha en el invierno de 1119 un ejército que sacara rédito de las disenciones entre Alfonso y su esposa doña Urraca, reina de León y de Castilla. «El Batallador», lejos de rehuir el combate, levantó el asedio que mantenía sobre Calatayud al saber que Ibn Tayast iba en su búsqueda.

Pintura de un grupo de jinetes almorávidesPintura de un grupo de jinetes almorávides

Alfonso I puso sitio a la fortaleza de Cutanda, una población cercana a Daroca (Teruel), con la ayuda de Guillermo IX, conde de Poitiers, y sus 600 caballeros. En Cutanda aguardó a la espera de la llegada del grueso de las fuerzas almorávides. Lo que ocurrió allí solo se conoce a grandes rasgos. Como advierte el historiador Alberto Cañada Juste en su análisis de Cutanda, no caben las narraciones sino «las aproximaciones» en las batallas medievales, dada la escasez y poco precisión de las fuentes del periodo. Por no saberse, ni siquiera se conoce el lugar exacto de la batalla. Se calcula que debió producirse en un valle, hoy totalmente cultivado, que se extiende entre dos lomas de pequeña altura, donde a veces han aparecido huesos al laborear la tierra. Una cañada denominada con el estimulante nombre de la «Celada».

¿Se valió Alfonso de algún ardid para vencer a los musulmanes como sugiere el nombre del campo de batalla, «Celada»? Los que han investigado la contienda insisten en que «Celada» puede leerse como «emboscada de gente armada en paraje oculto, acechando al enemigo para asaltarlo descuidado o desprevenido». Nada que se pueda resolver con los datos hoy disponibles. Un documento extranjero,la Chronique de Saint-Maixent, realiza una narración superficial del choque, poniendo énfasis –como corresponde a una crónica gala– en la presencia de nobles franceses allí: «En el año 1120, el decimoquinto día de las calendas de julio, el conde Guillermo de Potiers y el duque de los aquitanos, y el rey de Aragón, lucharon con Ibrahim y otros cuatro reyes de las Españas, en el campo de Cotanda; vencieron completamente y mataron a 15.000 de los moabitas (mahometanos) e hicieron innumerables prisioneros. Se apoderaron de dos mil camellos y de otras bestias sin número y sometieron un número muy grande de castillos».

Las crónicas musulmanas tampoco son capaces de dar un relato más preciso, pero apenas pueden maquillar el desastre militar que supuso Cutanda para los almorávides. La envergadura de la derrota queda retratada en la vigente de la expresión popular «peor fue que la de Cutanda» o «peor fue la de Cutanda» con el sentido de minimizar desgracias. No parece verosímil, en cualquier caso, que los cristianos pudieran reunir 12.000 jinetes; ni el que fueran capaces de causar 20.000 muertes.

Pero pasara lo que pasara en Cutanda, es incuestionable que Alfonso I salió vencedor. El aragonés entró una semana después en Calatayudy se apoderó de un sinfín de plazas por el camino. En las siguientes décadas, los musulmanes perdieron cualquier interés en la zona y se concentraron en defenderse de la ofensiva imparable de Alfonso I, al que solo su trágica muerte en 1134 le impidió seguir avanzando por el corazón de Al-Andalus. Sitiando la fortaleza de Fraga con apenas quinientos caballeros, el rey aragonés sufrió el contaataque sorpresa de la guarnición musulmana. Aunque el veterano monarca logró huir y salvarse en primera instancia, las heridas del combate devinieron en su muerte el 7 de septiembre de ese año en la localidad monegrina de Poleñino, entre Sariñena y Grañén.

Buscando una batalla nueve siglos después

En fechas recientes, la Asociación Batalla de Cutanda ha planteado la posibilidad de resolver de una vez si realmente la zona conocida como la Celada es el lugar donde tuvo lugar la contienda. «Sabemos de la dificultad de encontrar el raastro, ya sea en forma de huesos o de restos de armaduras, de algo que ocurrió hace 900 años durante aproximadamente un par de horas, pero creemos que merece la pena intentarlo. El valor arqueológico de una batalla de esa magnitud es inigualable. No hay apenas material conservado de una episodio militar de ese siglo», explica Rubén Sáez Abad, historiador especializado en el campo militar y miembro de la asociación. Este grupo de aficionados a la historia militar nació originalmente para celebrar recreaciones del combate, aunque consideraron que la mejor manera de recuperar la batalla del olvido era desenterrando sus restos. «Una de las razones por las que la batalla ha pasado inadvertida en la historia es porque nunca se ha hallado el campo arqueológico», recuerda Sáez Abad.

Soldados del Regimiento de Pontoneros prospectan el lugar con más indicios de la batalla de CutandaSoldados del Regimiento de Pontoneros prospectan el lugar con más indicios de la batalla de Cutanda

Así, un pequeño grupo de arqueólogos, entre ellos Javier Ibáñez, se desplazó a la zona hace pocos meses a realizar un primer análisis. Las prospecciones superficiales han dado lugar a muchas evidencias (4.200 piezas, entre restos de cerámica, fragmentos de huesos y elementos metálicos), pese a lo cual todos los esfuerzos se concentran en encontrar alguna de las fosas comunes donde habrían sido enterrados los musulmanes, así como posibles tumbas cristianas en los alrededores.

La Asociación Batalla de Cutanda ha contado con la ayuda de el Ministerio de Defensa para esta fase de la búsqueda. Una Unidad de Pontonero desplegaron el pasado viernes, día 30 de octubre, sus sistemas de detección geofísica (georradar) y magnética en la tarea de intentar hallar restos materiales. En total, cinco soldados de la Compañía de Desactivación de Explosivos del Regimiento de Pontoneros de Zaragoza rastrearon un espacio de 800 metros cuadrados con cinco equipos –utilizados habitualmente para la detección de explosivos enterrados– para intentar localizar vestigios del combate.El georradar es una técnica no intrusiva que permite detectar la presencia de estructuras (fosas, muros, suelos, etc.) y de remociones e irregularidades del terreno existentes en el subsuelo sin necesidad de realizar una excavación en profundidad.

Fuente: sevilla.abc.es

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